martes, 25 de enero de 2011

El dólar de la suerte

Hoy ha sido un día demoledor. De esos que conformen te van cayendo las desgracias piensas que qué habré hecho yo para merecer esto. Todo ha empezado a las 16.00 de la tarde aproximadamente. Después de un día estupendo por Santa Mónica, donde me he desecho de dos currículum, y de disfrutar del olor del Pacífico en primera persona, he cogido el autobús de vuelta a casa.

El primero lo he agarrado en la misma playa, donde un conductor Rastaman me ha explicado perezosamente donde debía realizar el cambio de autobús para seguir mi destino hacia Northridge. Lo que yo no sabía entonces es que ese hijo del Jah iba a ser en parte el culpable de mi penitencia. Yo me he confiado a su buena palabra, pues me dijo que me avisaría donde debía descender del auto. Tras una hora dentro de esa lata llena de gente malhumorada al salir del trabajo, en una de las paradas, me he levantado para preguntarle al rasta cuanto falta. En cuanto me ha visto por el espejo retrovisor he podido observar como se echaba las manos a la cabeza, en ese gesto tan característico de "Qué hace este muchacho aquí todavía". A buen entendedor pocas palabras faltan y he hecho lo que hago en momentos de nervios, reírme sin control. El rastafari me ha dicho que me de la vuelta cogiendo el autobús que corre en dirección opuesta, y así he hecho.

Para que vayamos entrando todos en materia añado que me quedaban en ese momento justo cuatro dólares. El dinero necesario para agarrar dos autobuses que me llevarían directo a casa, por lo que, confiando en el equilibrio y el comportamiento natural de las cosas no estaba nervioso. Claro que conmigo nunca se sabe, y creo que de eso ya me tendría que haber dado cuenta.

Cojo el primer autobús y, por lo visto, me he debido bajar a una distancia poco recomendable de donde tenía que coger ese segundo autobús. Estaba en Wilshire Blvd. Una zona de gente tan rica que se descubren por un rayo de materialidad que les permite desarrollar solo una característica humana, la estupidez. He sentido que la gente me tenía miedo cuando me acercaba a hablar con ellos. Hasta que una buena mujer, tan vieja que no le importaría morir ante un extraño como yo, se ha dignado a decirme que la estación más cercana estaba a una milla. Me ha recomendado coger el autobús pero mi pobreza me ha hecho irme andando. Cuando llevaba andando lo correspondiente a una milla, he preguntado a otro señor cuando faltaba para llegar a Roscoe, mi destino. "Una milla, pero si usted quiere ir a Northridge va en dirección contraria amigo". Además la explicación venía acompañada de la fatalidad, porque ahora debía coger un autobús y dos trenes para volver a casa. Me he dado la vuelta y he seguido haciendo gala de mi nerviosismo con una risotada tremenda.

Como yo nunca tuve anillos me he lanzado a la limosna. Me he metido en una tienda de decoración de alto nivel y he preguntado por unos billetes de esos con la cara de Franklin. He conseguido 50 céntimos y una cara de asco hacia mí que me ha llenado de orgullo. Son los primeros céntimos que gano en suelo americano, cada vez queda menos para cumplir el sueño. Tenía tres dólares que me permitía coger el primer autobús y dejar el problema para el Zafrilla del futuro, se iba a enterar ese pobre diablo.

Todo el viaje he ido con seis sentidos en la carretera. El más mínimo error ya si que me podía dejar fuera de combate. Es cierto que podría haber llamado a Roy o a algún amigo, pero con 23 años y unos cuantos viajes encima ha sido el propio orgullo el que me ha animado a seguir. Además lo reconozco, me encanta perderme en el extranjero y verme al límite.

Al llegar a la estación de metro he roído otros cuantos céntimos hasta llegar al dólar, deshaciéndome en halagos y gracias a las buenas almas que me han ayudado. Y así es como he conseguido llegar desde Western Avenue hasta North Hollywood, donde debía mendigar por última vez y así llegar a mi deseado y cada vez más cercano final.

Al llegar a North Hollywood, cogiéndole el gusto y perfeccionando la técnica, he vuelto a poner cara de Oliver Twist y a relucir mi condición de inmigrante europeo. Aunque esta vez he estado más de media hora recibiendo negativas. Nadie tenía dinero allí, he preguntado a viejas; hombres mayores; jóvenes. Y es que pedir un dólar y medio por toda la cara hasta a mí me estaba pareciendo ya una sobrada, y si yo no me lo creo la persuasión pierde fuelle. Esto ha sido cuando me he sentado en un banco y me ha dado por fisgonear en mi monedero, en un primer momento lo he hecho por dejar pasar el rato y ver si se me ocurría algo. Entonces ahí estaba.

Este verano estuve en Turquía. Un día, paseando por Trabzon con unos amigos, pasaron en un Cadillac una pareja de jóvenes que se acababan de casar. En este país es de costumbre, por las clases altas, regalar dólares a gente por la calle. Pues imaginaos a quién le dieron ese dólar de los tres que íbamos caminando. Sí señor, a este menda. Así que lo guardé en un bolsillo de mi monedero donde guardo cosas de valor sentimental. Cuando me lo dieron, que ni siquiera sabía que vendría aquí, pensé que iba a ser mi dólar de la suerte. Pues el destino tiene manos ociosas y efectivamente ese dólar me lo ha cambiado un tipo en la estación por una moneda de dólar y medio, valida solo para los autobuses porque no existe dicha moneda en el comercio.

Así que al final he llegado a casa a las 10 de la noche, con los ojos rojos de cansancio y doliéndome cada fibra de la cabeza a los pies. Este post es solo para contar esta anécdota y ya mañana contaré como me fue el día en Santa Mónica, que fue muy memorable.

Pd: Al llegar a casa me había dejado las llaves dentro

2 comentarios:

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  2. Lo que no te pase a ti no le pasa a nadie...pero en el fondo te lo pasas bien....ya sabes hacer de todo hasta pedir dinero por la calle, ahora cuando me encuentre a alguien que me pida un euro para el autobús, se lo daré porque me acordaré de ti.
    besicos.

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